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En el Mercado de Vallehermoso se vende carne de Miraflores y fruta seleccionada, se forran botones y se corta sushi, se copian llaves y se escancia vermut. Se hacen cosas que parecen nuevas en un lugar que respira tradición, y se hacen cosas antiguas en un sitio que parece nuevo.

La idea de orden y eficiencia, que sobrevuela el ensanche de Arapiles, se traslada a este mercado racional y practicable, que ahora cuenta con el gozoso sobresalto de nuevas fórmulas de éxito alrededor de la comida.

El mercado funciona como una máquina bien engrasada: las verdulerías y las carnicerías, las pescaderías y las pollerías llenan las despensas y neveras de los vecinos y, también, alimentan los fogones de los bares y pequeños -algunos son tan pequeños como una ventanilla- restaurantes que han pasado a formar parte indispensable del paisaje con su variadísima oferta. Se puede dar la vuelta al mundo -de Vietnam al D.F., de Guayaquil a Kuala Lumpur- sin salir de un mostrador del Mercado de Vallehermoso, y se puede dar la vuelta al mercado sin salir del mundo de la comida.